La angustia me dominaba cuando entré en la biblioteca del monasterio
en busca de alguna lectura que aliviase la aflicción de mi alma.
Sentado en una cómoda poltrona, con un libro sobre el canto, el Viejo,
como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, miraba
hacia las montañas a través de una de las ventanas, cuando sentí su
atención desviada hacia mí. Al percibir en mi semblante el desorden
interno que imperaba, levantó las cejas en forma de pregunta para saber
qué había sucedido. Reclamé del desdén de las personas en el trato
personal, de cómo eran insensibles, materialistas e individualistas.
Relaté varias situaciones para ejemplificar la razón de mi sentimiento.
Mencioné cómo ese comportamiento provocaba tragedias innecesarias. Yo me
sentía abandonado y desubicado. Definitivamente, concluí que la
humanidad estaba perdida y que el mundo no era un buen lugar para vivir.
El monje sonrió, como si se divirtiera con un niño que reclama porque
no recibió un dulce, se levantó y guardó el libro en la estantería
apropiada y fue hasta otro escaparate en busca de un título diferente.
Buscó algo en las páginas por breves instantes, lo guardó en el bolsillo
de la túnica, me agarró del brazo, me condujo hacia afuera de la
biblioteca y dijo: “Vamos a conversar en el refectorio, necesito una
taza de café”. Algunos minutos después, ante dos tazas humeantes, el
Viejo inició la conversación: “Si tú estás bien contigo estarás bien con
el mundo. La visión que cada cual tiene sobre sí mismo será el lente
con el cual verá la vida. Esto definirá la claridad, los colores y la
extensión del universo que es el mismo para todos, pero diferente para
cada uno de nosotros. El mundo, feo o bonito, será siempre el espejo de
tu alma”.
Discordé vehementemente. El mundo era injusto; algunos con mucho,
otros sin nada; unos enfermos, otros rebosando de salud. Y lo peor,
nadie parecía preocupado con nadie. Mi discurso fue subiendo de tono
hasta rayar en la revuelta. Él me oyó con enorme paciencia y al final
mencionó un pasaje célebre contenido en el Sermón de la Montaña: “Cuando
tu ojo es bueno todo el universo es luz”. En seguida concluyó: “El
mundo es perfecto”. Cuestioné si aquello era una broma o si él estaba
loco. El Viejo sonrió antes de explicar: “La vida en este planeta es una
universidad exigente, formadora de excelentes maestros. El mundo es la
salón de clases y le presentará a cada aprendiz las debidas lecciones
para el exacto perfeccionamiento y la debida evolución. Tu mayor
dificultad es tu mejor profesor. Quien está en el Camino agradece por
cada problema ofrecido, pues percibe la oportunidad de superación y el
fortalecimiento del propio ser. Los lamentos sólo se manifiestan en los
labios de los malos alumnos”.
Tomó el libro que traía en el bolsillo. Eran los Poemas Místicos de
Rumi, el sabio derviche. Hojeó las páginas, escogió una y la leyó:
“Sal del círculo del tiempo
y entra en la esfera del amor.
Si deseas la visión secreta,
cierra tus ojos.
Si deseas un abrazo,
abre tu pecho.
Si ansias por un rostro con vida,
rompe tu semblante de piedra.
¿Por qué insistes en matar la vida
justo donde debe nacer?
Prueba la dulzura en tu boca,
de donde brota la flor, la abeja y la miel.
Acepta esta dádiva:
Ofrece una única vida, la tuya.
Y recibirás a cambio, sin nada pedir, más de mil”.
Permanecimos un buen tiempo sin pronunciar palabra. Era necesario
dejar que la poesía se asentara en la mente y en el corazón. El Viejo
rompió el silencio: “¿Le has ofrecido al mundo el tratamiento que deseas
para ti? ¿Actúas según el mundo ideal de tus sueños?”
Bajé la mirada y respondí negativamente. La voz del monje revelaba
gentileza: “No te averguences. Todos sabemos más de lo que hacemos. El
conocimiento es la parte inicial de la transformación. El paso siguiente
es ejercitar el nuevo concepto para que quede entrañado en el ser,
integrándolo a tus elecciones y actitudes hasta que sea imposible vivir
sin aplicar ese saber. Así avanzamos”. Bebió un sorbo de café y
prosiguió: “Cada cual es responsable por su propia felicidad, pues es
una construcción interna de entendimiento y perfeccionamiento.
Introspección, silencio y quietud. En este aspecto el Camino es
solitario. Sin embargo ésto no basta; aprender y transformarse es vital
para compartir con todos la belleza de lo que traemos en nuestro
equipaje sagrado. Ofrecer lo mejor de nosotros es fundamental para que
podamos avanzar. Es hora de romper el cascarón del ‘yo’ para vivir en el
ámbito del ‘nosotros’. Movimiento, palabras y abrazos. Es el momento de
ser solidarios en el Camino”.
Con la mirada distante, el buen monje divagó en metáforas: “Somos
hijos del universo, las leyes que rigen las estrellas se aplican a
nosotros. Una galaxia se funde en otra para expandirse. Una estrella
mezcla en sí las energías cósmicas que la envuelven para transmutarlas
en luz, aumentando de magnitud a medida que se intensifica ese
intercambio. No obstante, también existen los agujeros negros, que todo
aboserven sin ofrecer nada, hasta que sucumben en sí mismos. Con
nosotros no es diferente; el mundo está repleto de variadas corrientes
energéticas y tonos diferentes. El amor es la más poderosa de ellas. A
cada elección definimos las energías que integrarán nuestro ser,
aumentando o perdiendo poder personal; intensificando o apagando la
propia luz”. Hizo una pequeña pausa para explicar: “La Luz es una flor
compuesta de muchos pétalos. Cada pétalo es una virtud, partes
indispensables que aprendemos a sembrar en lo más íntimo para que puedan
germinar en infinitas flores”. Bebió un sorbo más de café y dijo: “No
te olvides del amor, la materia prima de todas las transformaciones. Es
el núcleo de la flor que sustenta los pétalos, es el néctar que
alimenta y anima, al mismo tiempo que se vuelve fruto cuando cambia la
estación”.
“Al permitir que tu corazón se funda en millares de otros tú,
multiplicas la fuerza del amor en el universo. Este poder también será
tuyo. Esta es la magia del Camino”.
Lamenté que las personas no colaboraran y que casi nunca entendieran o
devolvieran con la misma intensidad el amor ofrecido. El Viejo hizo un
gesto con las manos como para denotar una bobada y enseguida explicó:
“Las personas sufren porque insisten en tratar el amor como mercancía
que se negocia basada en el trueque. El mundo no es un mostrador de
sentimientos y sí un bellísimo jardín inacabado donde cada cual debe
comportarse como aquel jardinero que se deleita con las flores que
plantó, sus colores y perfumes, con la sonrisa y alegría de alguien que
las vio, en la pura intención de a penas embellecer la vida”.
“En la verdad y en la esencia, solamente poseemos aquello que
entregamos. Si no lo entregamos es porque aún no lo tenemos. Sólo el
ejercicio del amor enseña eso”.
“El ser despierto, en la búsqueda por expansión de consciencia y
ampliación de la capacidad amorosa, sabe que toda palabra, pensamiento,
sentimiento o actitud es un ceremonial mágico; un ritual de
transformación al absorber energías afines que envuelven cada
movimiento, concediendo peso o ligereza en cada paso, definiendo el
propio destino y las próximas lecciones, siempre al compás de las leyes
universales que orientan la evolución de todos, haciendo con que cada
cual sea heredero de sí mismo en el momento siguiente”.
Dije que tenía la sensación de que el mundo me oprimía. Quería saber
qué hacer. El monje fue didáctico: “Si el mundo te es desagradable es el
momento de entender lo que necesita ser transformado en ti. La
compatibilidad que cada uno tiene con la vida está directamente ligada a
la armonía que trae en sí. Cuando sabemos quién somos, entendemos el
mundo. La percepción sincera del ‘yo’ permite la comprensión verdadera
del ‘nosotros’ y todo alrededor. Entre más me conozco y reconozco mis
dificultades y asperezas, mayor es la paciencia y la comprensión ante el
comportamiento ajeno. Esto se vuelve un importante puente en el cual
las virtudes personales podrán transitar instaurando el equilibrio que
no sólo proporcionará la verdadera paz, sino que fortalecerá las bases
de la felicidad: ofrecer al mundo el exacto tratamiento que deseamos
tener sin exigir absolutamente nada a cambio”.
Comenté, de modo inmaduro, que a veces tenía ganas de cavar un
agujero en la tierra para no ver tantas iniquidades que suceden en el
planeta. El monje levantó las cejas, como hacía cuando aumentaba la
seriedad de la conversación y dijo: “Si es para enterrarte que sea para
ser semilla y renacer. Entonces, en la primavera te vuelves flor para
colorear el mundo y en el otoño te transmutas en dulce fruto para
alimentar a la humanidad”.
Mi discurso se refería al la idea de desperdiciar la oportunidad de
frecuentar una excelente escuela; me sentí avergonzado. El Viejo al
percibirlo no permitió que me sintiera así. Me miró con la generosidad
de un abuelo y dijo: “El mundo es tan sólo el exacto reflejo del
universo que cada cual trae en sí. Es posible cambiar en cualquier
momento. Feo o bonito; oscuro o brillante; pequeño o infinito, todo se
resume en una elección; basta una visión diferente”. Terminó la taza de
café antes de concluir: “¿Entiendes que en la medida de tus
transformaciones personales todo a tu alrededor evoluciona y
transciende? ¿Por qué insistes en arrastrarte como oruga si tienes alas
de mariposa?”.
No había palabra en mí que pudiese expresar mi gratitud por aquella
conversación. Cerré los ojos y le agradecí en silencio. Tuve la extraña
sensación de que el Viejo flotaba en el aire.
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