Con dos tazas humeantes en frente, inicié la
conversación hablando sobre el sermón dominical y la complejidad de una
tendencia actual, con variadas facetas. El zapatero bebió un poco de
café y cuando iba a hacer un comentario nuestra atención fue desviada
hacia una joven pareja que discutía en la mesa contigua. Aunque hablaban
en voz baja, casi inaudible, sus expresiones revelaban una torbellino
de sentimientos conflictivos. El muchacho se retiró de manera repentina.
En seguida, los ojos de la joven se bañaron en lágrimas. Lorenzo la
invitó a sentarse con nosotros y le dijo que se sintiera cómoda para
conversar o apenas oír. Le dio su palabra de que no haríamos ninguna
pregunta. La intención, sin que fuera dicha, era tan sólo que ella no
tuviera la eventual sensación de abandono. La joven aceptó y confesó que
necesitaba desahogarse. El artesano estuvo de acuerdo: “Lo más
importante en una conversación ni siempre son los consejos que recibimos
y sí oír la propia voz. Hablar suele revelarnos secretos inconfesables
del propio inconsciente”.
Dijo que se llamaba Ana y que habíamos
acabado de presenciar la ruptura de su cuarto matrimonio, pues así lo
consideraba cuando la relación la llevaba a compartir el mismo techo con
otra persona, durante algún tiempo. Ana aún no tenía treinta años. De
repente confesó que el motivo de todas las separaciones era siempre el
mismo: los celos. Sus propios e indomables celos, con sus cobros y
desconfianzas. Al mismo tiempo, en el intento de justificarse, sustentó
que los celos eran inherentes al amor pues eran una prueba irrefutable.
“Los celos no tienen nada que ver con el amor”, interrumpió Lorenzo, “es
tan sólo una visión equivocada sobre el más noble de los sentimientos y
una turbia interpretación sobre las propias sombras que, para
sobrevivir, construyen raciocinios tortuosos para explicar nuestras
reacciones y falsas necesidades, enraizando furtivamente su permanencia
en nuestro ser”.
“Los celos son el resquicio de un antiguo y
terrible vicio: la dominación. Restante de una época en la que se
respiraba el aire contaminado por la falsa sensación de seguridad,
alimentado por la ilusión de que ser propietario de la vida ajena era la
ruta más cómoda para controlar la propia vida. La libertad asustaba;
tal vez todavía asusta. Los celos son una sombra, hijos ancestrales del
miedo. Y este miedo se hará presente mientras neguemos que los vientos
de la libertad son más propicios para la vida”, intentó explicar el
artesano.
La joven afirmó que era imposible amar sin sentir
celos. El zapatero la miró con la bondad de un abuelo -la diferencia de
edades permitía que ella fuera su nieta- y dijo: “Tanto los mejores como
los peores sentimientos atraviesan las entrañas de todas las personas,
sin excepción. No obstante, lo que hacemos con ellos define quienes
somos, al mostrar los colores del corazón y el grado de consciencia que
alcanzamos. Están los que sienten celos y los alimentan; existen otros
que, por haber iniciado el viaje del autoconocimiento, los utilizan como
fuerza de transformación y ampliación de consciencia. Esto demuestra
cuánto hemos aprendido a convivir con las sombras. Al final, esta es la
gran batalla: aquella que libramos para iluminar los sótanos oscuros del
propio ser, cuidadosamente defendidos por el ego todavía atado a los
instintos más primitivos, en rechazo a los valores más nobles y
redentores. Así, sin percibirlo, creamos nuestras propias prisiones,
crueles por no tener rejas, extremas al no vernos como prisioneros”.
Ana sostuvo que toda relación se fundamenta en compromisos de lealtad y
respeto mutuo y que en ese sentido, debe existir un comportamiento
adecuado de ambos para que no haya margen para desconfianzas que
estimulen emociones corrosivas. “Sí, es verdad”, asintió Lorenzo, “no
obstante, ese discurso es peligroso pues abarca límites y capacidades
individuales que muchas veces las personas no desean o no poseen. Por
otro lado, es bastante común esconder de sí mismo otras emociones
salvajes intimamente ligadas a los celos como el egoísmo, el orgullo y
la envidia, disfrazadas con disculpas absurdas, que tan sólo ocultan el
desequilibrio personal o el miedo injustificable de perder aquello que
no se puede poseer. El amor es un estado de espíritu, no una bicicleta.
Entonces se crea la artimaña de los compromisos. En verdad, el único
compromiso existente es contigo misma para no negociar con tus sombras,
ser leal a tu verdad y ofrecer siempre lo mejor de ti”.
Ana miró
seriamente a Lorenzo y le preguntó con aspereza, cómo él reaccionaría al
ser traicionado. El artesano sonrió con compasión y respondió:
“Perdonar al otro, siempre y siempre. Esto me libera de los grilletes
del sufrimiento y me devuelve la ligereza necesaria. Continuar o
terminar la relación va a depender de los buenos frutos que yo considere
que todavía puedan germinar. Será siempre un derecho inalienable la
elección entre permanecer o partir. Así de simple”. La joven quiso saber
si él no sentiría vergüenza al saber que muchas personas se enterarían
de que fue ‘abandonado’. El zapatero la miró con bondad y le dijo: “De
ninguna manera. Prefiero mil veces ser el traicionado que el traidor; el
mártir que el verdugo; la víctima que el ladrón. Mil veces recibir el
mal que practicarlo. De esta forma la vergüenza nunca será mía. Es una
elección de vida que hice hace mucho tiempo atrás y, puedes apostar, es
liberador”. Ana insistió en saber si él volvería a confiar en el otro:
“Pienso que todos merecen nuevas oportunidades, es más, considero
imposible ser feliz sin confiar”.
Ana bajó la cabeza y no
pronunció palabra hasta que Lorenzo quebró el silencio: “En realidad, lo
que une a las personas es la afinidad energética, lo que significa
estar en una misma frecuencia vibratoria, en la misma curva del Camino o
en el mismo punto del proceso evolutivo, independiente de la manera en
que te expreses. Esa afinidad puede durar un día o siglos. Por lo tanto
es necesario que aquellas almas caminen en la misma intensidad y ritmo,
fomentando los mismos valores, enseñando y aprendiendo en el sagrado
acto de ofrecer lo mejor de sí”, miró a la joven a los ojos y prosiguió:
“Cuando ocurre el desajuste es hora de partir o de dejar que el otro
siga su propio destino, que ya no estará ligado al tuyo. Entonces, esto
será lo mejor a ofrecer en aquel instante: amor en forma de respeto.
Percibir esto es una sabia prueba de amor. Respetar la libertad ajena
demuestra un elevado grado de entendimiento y, por otro lado, concede el
derecho de abrir las propias alas cuando llegue la hora de continuar
sola”.
Una lágrima involuntaria huyó de los ojos tristes de Ana.
El elegante zapatero le ofreció un pañuelo y una visión diferente: “El
adiós sólo es triste por puro error de interpretación. Somos viajeros de
las estrellas en constante movimiento hacia otra de mayor grandeza, que
nos ofrezca mayores posibilidades de amor y de luz. En este viaje,
aunque eventualmente estemos acompañados, no podemos cargar a nadie o ir
en el viaje de alguien. Los avances son individuales e intransferibles,
fruto de la integración de valores y principios nobles del alma. Por
esto, tenemos que entender los límites de la interdependencia, pues a
pesar de que los encuentros son la magia y la materia prima de las
transformaciones, pues establecen los escenarios donde se viven las
reales capacidades ya introducidas en el ser, cada cual camina a su
propio ritmo, de acuerdo con el aprendizaje de las lecciones evolutivas
esenciales, ligadas al desprendimiento del alma sobre los
condicionamientos primitivos del ego. Nuestras alas tienen el tamaño de
nuestro corazón y si alguien ya está listo para vuelos más altos, más
allá de la frontera de aquella relación, resta apenas desearle o recibir
votos de ‘buen viaje’”. Hizo una pausa a propósito para completar: “O
un ‘hasta luego’, pues siempre es posible un reencuentro en la próxima
estación, desde que lleguen a la plataforma de embarque al mismo tiempo,
cada cual con su propio esfuerzo”. “Cuando cambiamos, todo a nuestro
alrededor también se transforma. Situaciones y personas. Muchos parten,
algunos se quedan, otros llegan; caminos se revelan”.
La joven
dijo que todo aquello era muy melancólico; el artesano refutó: “Claro
que no. Todo eso es grandioso y esclarecedor, pues permite entender que
nuestra felicidad no está amarrada a nadie, que cada cual debe hacer tan
sólo su propia parte para alcanzar la soñada plenitud. ¿Percibes cómo
esto es liberador? Nadie tiene la obligación de hacer al otro feliz; la
carga es injusta y demasiado pesada. Pienso que éste es el error más
común en las relaciones, ya que se deposita en el otro la expectativa de
que nos brinde los mejores días de nuestras vidas. Nadie soporta tamaña
carga y responsabilidad o estaría asumiendo una deuda eterna. Todo se
vuelve aburrido, repleto de cobros insensatos e insoportables. Se hace
demasiado pesado. La sabiduría consiste en construir la felicidad dentro
de nosotros, sólos, independiente de cualquier cosa, situación o
persona. Sólo entonces, estaremos listos para compartir el ‘trigo de la
vida’ con otra persona, con la ligereza de quien acepta las
posibilidades y limitaciones ajenas, de quien nada exige por tener lo
esencial dentro de sí. Sólo se puede ser feliz al lado de quien ya posee
esta alegría. Después es sembrarla por donde pasemos, pues ésta es la
manera de agradecer al Universo por las lecciones ofrecidas”.
Ana
dijo que aquel discurso era paradójico. Lorenzo replicó: “No.
Contradictorio y absurdo es la práctica de interferir en el querer del
otro; es imponer que el deseo de él sea mi deseo. Cuando esto sucede
naturalmente es maravilloso. Cuando es forzado, será siempre áspero. Al
vivenciar el amor de manera equivocada acabamos por destruirlo”. Volvió a
beber un sorbo de café y continuó: “Otro error, es querer modificar al
otro y amarrar esto al éxito de la relación. Las personas cambian cuando
alteran su nivel de consciencia. Esto es transformación real. Cuando se
da como consecuencia de una fuerte presión, para agradar o ser deseado,
no pasa de sólo maquillaje. Tarde o temprano el personaje acaba siendo
desenmascarado. Lo triste en este caso es que muchos se declaran
engañados o decepcionados, pero se olvidan del despropósito de las
propias exigencias. Pretender la evolución del otro siempre será un acto
de amor. Sin embargo, es necesario respeto y paciencia, pues cada cual
tiene su propio ritmo o no estaremos hablando de amor”, profundizó
Lorenzo.
A pedido de la joven, el mesero trajo una taza de
chocolate caliente. Ella bebió en silencio, reflexionando sobre aquella
larga conversación. Al final, después de lamer el resto de dulce de la
cuchara, como si fuera una niña traviesa, se volteó hacia el artesano y
le preguntó si lo que intentaba decirle era que entre mayores los celos,
menor era la comprensión del amor. “Exacto”, respondió, “son
sentimientos inversamente proporcionales que no tienen absolutamente
nada en común”. Observó a la joven por instantes antes de concluir: “El
gran truco de los celos es hacernos creer que son inevitables”.
Ana cerró los ojos, arqueó los labios con una bella sonrisa y meneó la
cabeza manifestando su acuerdo. En seguida dijo que en aquella tarde su
vida había cambiado para siempre, pues sentía una ligereza que no había
sentido antes. Le dio un beso en la frente al zapatero como muestra de
gratitud sincera y partió. Sospecho que llevaba consigo una dosis de
confianza en el futuro que hasta entonces desconocía. Tuve la loca
sensación de “ver” dos enormes alas que nacían de su espalda.
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