El Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la
Orden, había acabado de dar una conferencia en una prestigiosa
universidad. Yo había sido designado para acompañarlo en el viaje.
Cuando andábamos en busca de un taxi que nos llevara a la estación
ferroviaria fuimos abordados por una profesora de la institución que, de
manera educada, dijo que había asistido a la conferencia y estaba
intrigada. Nos invitó a almorzar en el restaurante de la propia
universidad, pues quería conversar un poco más con el monje. La
invitación fue aceptada. La mujer fue directo al grano. Dijo que le
había gustado mucho toda la exposición, pero que algo la intrigaba. Por
lo que entendió, el Viejo había afirmado que el único objetivo de todos
nosotros era evolucionar; tan sólo esto. El monje movió la cabeza
confirmando. Ella, siempre gentil, dijo que estaba en desacuerdo. Afirmó
que no creía que la vida continuara después de la muerte. Explicó que
las ideas de reencarnación o de cualquier especie de Dios eran frutos de
mentes poco desarrolladas o supersticiosas, que tenían miedo de encarar
la realidad de que la muerte era el fin. Por lo tanto, sostuvo, el
sentido de la vida era tan sólo la búsqueda de la felicidad.
El Viejo le ofreció una bella sonrisa y de manera tranquila le dijo:
“Estoy de acuerdo con usted”. La profesora se mostró sorprendida con la
respuesta a lo que él añadió: “Creer o no en Dios, y en cualquiera de
los conceptos de la inmortalidad del espíritu, no debe cambiar en
absolutamente nada los valores que nortean la vida de una persona. Nadie
necesita creer en la existencia de otra dimensión para seguir la mayor
ley espiritual, que consiste en hacer a los otros solamente lo que
deseamos que nos hagan. Algunos de los hombres más fantásticos que he
conocido son ateos, otros son religiosos. Son personas maravillosas que
nortean las propias vidas en el esfuerzo de ser mejores a cada día y
poseen un enorme respeto por todos. Entienden que no viven solos en el
planeta. Así, aunque el encuentro de la propia felicidad sea una jornada
solitaria, se entrelaza con la vida de todos, pues es en la convivencia
que es enseñada y ejercitada”. Hizo una pequeña pausa antes de
concluir: “No sólo estoy de acuerdo en que todos deben buscar la
felicidad, creo que ya lo hacen. No obstante, percibo una enorme
dificultad en algunas personas para entender el proceso”.
La profesora dijo que consideraba al monje un hombre bueno e
inteligente, pero ingenuo. Adicionó que creía en la ciencia y sólo en
aquello que los científicos pudieran comprobar. El Viejo agradeció el
elogio y dijo: “Sí, tal vez sea ingenuo y crea en cosas que la ciencia
todavía no puede comprobar matemáticamente. Creo, por ejemplo, en el
amor y en su infinita capacidad para transformar la vida de una persona,
aunque nunca se haya presentado cualquier estudio científico sobre esta
poderosa fuerza que nos mueve. Desde tiempos inmemorables la humanidad
ha sabido que si arroja una piedra hacia arriba debe quitar la cabeza,
aunque apenas hace pocos siglos Isaac Newton ofreció una explicación
para la existencia de la gravedad. ¿Hasta entonces, las piedras se
mantuvieron suspendidas en el aire?”. Todos reímos. Hizo una pequeña
pausa y prosiguió: “Tengo un respeto absoluto por la ciencia y pienso
que ella es una aliada poderosa de la espiritualidad. Ellas no se niegan
ni se anulan. Por el contrario, se explican. Pienso, sin embargo, que
ésta suele estar siempre un paso al frente de aquella. De esta manera
prefiero creer en aquello que me es filosóficamente más interesante,
aunque demore para que los números confirmen mis sentimientos. Albert
Einstein tardó más de diez años en probar a la comunidad académica la
relatividad del tiempo y del espacio; apenas la fé en su percepción lo
hizo proseguir en los estudios y experimentos que comprobarían sus
fórmulas. Las intuiciones están a la vanguardia del conocimiento. Hace
milenios los esotéricos afirman que todo en el universo es energía;
absolutamente todo. Recientemente la Física Cuántica mostró que la
materia no existe. Lo que se pensaba ser materia no es nada más que
energía condensada; paso importante, aunque todavía en estado inicial,
hacia el entendimiento del espíritu por parte de la ciencia. Y yo le
pregunto, ¿lo que era dejó de ser?”. Volvió a hacer una pausa y
concluyó: “Todo esto que he comentado no tiene ninguna importancia, son
apenas las pinturas con que adorno de colores mi vida. Entiendo que
puede no ser útil para nadie más y respeto cuando alguien no quiere
acompañarme. Lo que de hecho importa es que cada cual invite al ego a
bailar con el alma en el gran salón de la vida. Cada cual encontrará la
perfecta afinación de ritmo y compás en la música de la propia
existencia”.
La profesora dijo que no había mucho en qué pensar: la vida es
simple. Ella tenía un empleo que adoraba y era fundamental para
ofrecerle las condiciones que le propiciasen una vida cómoda. Le gustaba
viajar, leer buenos libros, ir a grandes espectáculos, reunirse con los
amigos para conversar y divertirse. Adoraba las confraternizaciones en
familia. Esos eran los placeres donde encontraba la felicidad. Así de
sencillo. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa y dijo:
“Básicamente esos también son mis placeres y no desisto de ellos”. Ante
el espanto de la mujer, el monje prosiguió: “Sin embargo, no es allí
donde encuentro la felicidad; esos son los momentos en que la comparto.
Creer que la felicidad está en el placer no es la simplicidad de la
vida, sino su simplificación”. La profesora le pidió que profundizara su
raciocinio. El Viejo prosiguió: “La simplificación está en nadar en las
aguas poco profundas de la vida. La simplicidad consiste en sumergirse
en sus profundidades sabiendo que a cada cual le son ofrecidas las
exactas condiciones para emerger en el océano de la existencia”. La
mujer dijo que no estaba entendiendo. El monje fue más didáctico: “Para
encontrar la felicidad es indispensable hacer un viaje sincero al
interior de sí mismo. La jornada de autoconocimiento es fundamental para
el encuentro con la felicidad. Tan sólo el coraje de mirarse al espejo
podrá mostrar los condicionamientos que oprimen el verdadero deseo, las
sombras que lo manipulan en fingida prisión y las heridas que sangran a
través del sufrimiento en busca de cura. Ese es el camino hacia la
libertad y la plenitud del ser; no hay otro. Es simple por depender
apenas de sí propio. Es simple por no depender de ninguna situación
externa. Es simple porque el encuentro más importante de la vida es
consigo mismo. Es cuando alma y ego se armonizan en sus intenciones.
Entonces brota la felicidad”. Hizo una pausa dramática de propósito
antes de concluir: “Esto es evolución”.
La profesora cuestionó si el monje sostenía que la felicidad no
estaba en el mundo sino dentro de cada uno. El Viejo levantó las cejas y
dijo: “Exacto. La felicidad acompaña al ser en la justa medida de su
evolución personal o espiritual, como quiera denominarlo. Este
crecimiento está íntimamente ligado a su capacidad de identificar las
raíces de su sufrimiento. Después, tendrá que transmutar los
sentimientos e iluminar las ideas que orientan y definen al ser. Lo que
era dolor se hace polvo de estrellas”.
La mujer se mostró indignada. Alegó que por la línea de raciocinio
del monje el sufrimiento era una decisión. El Viejo arqueó los labios
con una leve sonrisa y dijo: “¡Exacto!”. La profesora dijo que era
absurdo imaginar que alguien deseara sufrir. El monje explicó: “Escoge
sufrir por el hecho de no entender que la cura está en la transformación
y en la evolución; al agarrarse a valores obsoletos que lo atascan en
el estancamiento; por la terquedad de no ser diferente y mejor.
Rehusarse a hacer la parte que le cabe es negar las propias alas. Esto
es una decisión”.
Todos quedamos un tiempo sin pronunciar palabra hasta que el Viejo
quebró el silencio: “Para ser feliz es necesario entender la felicidad.
Si presta atención, percibirá que el mal es practicado al simplificar la
búsqueda de la felicidad. Por ejemplo, el ladrón cree que el fruto del
robo facilitará su encuentro con la felicidad. Así piensa el político
que se deja corromper o el asesino que se engaña al creer que eliminando
al otro tendrá lo suficiente para ser feliz. Claro que los ejemplos son
radicales pero, en menor escala, es así con cada uno de nosotros. Es
decir, sin el debido entendimiento corremos el riesgo de alejarnos de la
luz aunque el deseo esté motivado por algo tan bueno y valioso como la
felicidad. Sí, a menudo nos aliamos al mal en la contradicción de
alcanzar el bien”.
“Nunca se debe forzar a nadie a hacer algo para alcanzar la propia
felicidad. Esta es su simplicidad. Cada vez que se le atribuye a alguien
la responsabilidad ante las insatisfacciones estará transfiriendo el
eje de su vida hacia fuera de sí mismo y renunciando al poder de ser
libre y pleno. Mostrará que la felicidad es una lección que aún no fue
aprendida”.
“Creo que los placeres son importantes y necesarios. No obstante, la
felicidad es de fundamental importancia, pues va más allá del placer por
el hecho de trascender el tiempo. El placer es un acontecimiento que se
encierra en él mismo, tiene una duración finita. Como máximo restará un
bello recuerdo. La felicidad es un estado de espíritu tejido en la
telar de la vida, lentamente, según la medida de lo aprendido y del
fortalecimiento del ser. Es como si al inicio estuviéramos en pedazos,
en mil partes de un mosaico, y la felicidad fuera efímera y fugaz al no
sostenerse en el ser dividido, en la persona que no puede todavía verse y
sentirse entera. En esta fase la felicidad se presenta en periodos,
partida como nosotros. Ella se comporta como un visitante que le gusta
pasear, pero que no se establece porque no se siente cómoda en aquella
casa. Tenemos la sensación de que siempre está faltando alguna cosa, un
sentimiento de estar incompletos y no entendemos la razón. En verdad,
estamos en pedazos como una porcelana rota. Pegar los fragmentos sueltos
y, hasta entonces perdidos, es el trabajo que nos resta para alcanzar
la integridad del ser. Entonces, con el ser entero, la felicidad
encontrará lugar para instalarse definitivamente y hacerse presente en
los más simples quehaceres de lo cotidiano. Seremos su morada infinita,
percibiremos la manifestación del milagro de la vida en todas las cosas.
Encontraremos lo sagrado en el detalle de lo mundano. En ese momento
percibimos que la felicidad no está más; ahora ella es”.
El Viejo miró a la profesora con dulzura y dijo con su voz suave:
“Entonces volvemos al inicio de nuestra conversación. No importa si se
es religioso, espiritual o ateo, la felicidad es el destino de todos
nosotros; la evolución es el único camino”.
Una lágrima corrió por el rostro de la profesora. Dijo que, en aquel
instante, el monje le había entregado la llave de una puerta que parecía
infranqueable. En seguida miró al Viejo directamente a los ojos y le
agradeció con la más bella sonrisa de la cual tenga memoria.
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