El juego de las sombras
Aún no había amanecido cuando entré a la cocina del monasterio.
Había dormido mal, sueño intermitente y las ideas a millón. Cuando la
mente no descansa el cuerpo paga las consecuencias por la desarmonía
que invade y ocupa, corrompiendo al ser como un todo. El cansancio, al
potencializar la irritación y el sufrimiento, siempre será un pésimo
consejero. Esa era mi situación en aquel momento. Hace algunos días
venía en creciente discordia con otro discípulo de la Orden. Todo
comenzó por un motivo bobo, una pequeña crítica que él hizo al trabajo
filantrópico que yo coordinaba. Retribuí señalando fallas de conducta en
aquel que me censuró. Él replicó subiendo el tono de la crítica. El
intercambio de ironías fue ganando dimensiones inesperadas y, la tarde
anterior en áspera discusión, casi perdemos el control. Es decir, faltó
poco para intercambiar patadas y puños. Las ofensas verbales no pudieron
ser evitadas.
Cuando tomé la cafetera para colar el café, noté que estaba lleno y
caliente. Alguien había llegado allí antes que yo. Al mirar hacia atrás
ví que había sido el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más
antiguo del monasterio, sentado en absoluto silencio y reflexión, con
una taza humeante en frente. Él me ofreció una sonrisa sincera cuando
nuestras miradas se cruzaron. Con un gesto sutil de la quijada, me
invitó a sentarme a su lado. Llené una taza con café y fui a su
encuentro. Antes de que él pudiera articular cualquier palabra, abrí el
verbo, dije que necesitaba desahogarme y le narré todo el conflicto. El
monje me oyó con su enorme paciencia y cuando terminé dijo con voz baja y
tranquila: “¿Viniste en busca de consejos o de complicidad? ¿De alguien
que te diga la verdad o de alguien que te dé la razón?” Me mostré
indignado, pues no había duda de que yo estaba correcto y que el otro
discípulo debía, como mínimo, llevar una advertencia. Sin alterarse, el
Viejo dijo: “Para todo hecho hay como mínimo dos versiones, más allá de
la verdad”.
Argumenté que había sido el otro discípulo quien había comenzado
todo. El monje respondió de inmediato: “Eso no tiene importancia, así
como no me interesa quién tiene la razón”. Bebió un poco de café y
prosiguió: “Sin embargo, todo aprendizaje merece atención. Si no me
equivoco, tenemos una bella lección que, si es bien aprovechada, puede
fortalecer, además de traer crecimiento espiritual a todos los
involucrados”. Le pregunté si él se refería al perdón. El monje
respondió de inmediato: “Claro que el perdón tendrá que ser trabajado no
sólo en este caso. El perdón será siempre necesario, pues es imposible
ser feliz sin perdonar. No obstante, hay otra preciosa experiencia que
nos ofrece una valiosa sabiduría: entender el juego de las sombras”.
“El mal es el alimento de las sombras y concede poder a las
tinieblas. Somos nosotros, que al rechazar tanto el mal, por más
contradictorio que pueda parecer, acabamos alimentándolo. La violencia
es un manjar muy apreciado; la ofensa una deliciosa cena; los rumores
un aperitivo muy aplaudido; la venganza el plato predilecto; el sarcasmo
una sobremesa elegante. Los sofisticados ingredientes de ese banquete
sombrío son el orgullo, la vanidad, el egoísmo, los celos y el miedo.
Todos ofrecidos por nosotros. Todo condimentado por la ignorancia al no
percibir que en ese festín el cocinero somos nosotros y lo peor, nos
costará muy caro. ¿El precio? El propio e inevitable sufrimiento”.
“Cuando participamos del juego de las sombras renunciamos a ser
andariegos del Camino, alejándonos de éste. Al permitir que se apague el
fuego de la antorcha de los guerreros de la luz fomentamos la
oscuridad. En la infancia del espíritu nos dejamos conducir, dados los
condicionamientos sociales, culturales y ancestrales, por la ley del
talión, donde se cobra ojo por ojo, diente por diente. Claro que el
diente y el ojo son figuras meramente simbólicas. La mayoría de las
veces, al creer que tenemos el derecho hacemos sufrir al otro por el
hecho de habernos causado algún dolor, como primitiva filosofía bastante
aplaudida por las sombras. Al final, esta es la motivación de su juego.
Comúnmente y de manera inconsciente, clamamos por justicia cuando en
verdad tan sólo deseamos venganza. Las sombras se interesan sólo en
punir, en ver al otro sufrir por el simple hecho de que, supuestamente,
el otro también nos hizo sufrir. Absurda mentalidad al creer que al
propagar nuestro sufrimiento éste disminuirá. La luz trabaja en favor
del aprendizaje. La justicia está ligada a la educación, a la evolución
y, sobre todo, al amor. A su vez, la venganza se interesa tan sólo en
imponer sufrimiento al otro. Las sombras, hábiles consejeras del ego,
nos hacen creer que necesitamos protegernos, preservar nuestra imagen,
resguardar nuestros derechos, como si ofender, refutar, cercar y dominar
fuese la manera más sabia de mantener la integridad y la rectitud. Así,
nuestras elecciones acaban comprometidas; los sentimientos más sutiles
son substituídos por los más densos, reflejándose en reacciones
desmedidas. Lo peor es que, sin percibirlo, mantenemos vivo el mal a
nuestro alrededor. Lo más extraño es que en esa matemática la cuenta
nunca está en cero. Un diente quebrado no substituye otro, y así tenemos
dos dientes inservibles, en progresión geométrica, en medio de una
multitud de ojos perforados y egos ciegos”.
Señalé que ser un andariego significa no conspirar con el mal.
Entonces, si veo algo errado tengo que oponerme a la situación. El Viejo
levantó una ceja y habló con seriedad, sin perder la dulzura de la voz:
“¡Con seguridad, Yoskhaz! No obstante, la manera como lo hacemos marca
la diferencia entre la luz y las tinieblas. Este es el juego del mal:
engañarnos para que demos paso a las sombras al creer que estamos al
servicio del bien”.
“Evidentemente hay casos graves en los que tenemos que intervenir con
firmeza y determinación para estancar el mal. Sin embargo, puedo
garantizar que tales situaciones ocurren pocas veces en la vida de cada
uno de nosotros. La gran mayoría de las veces participamos del juego de
las sombras movidos por situaciones sin importancia, que podrían ser
resueltas con una mirada compasiva al entender el nivel de consciencia
del otro y su dificultad para relacionarse con las propias sombras. Al
final, las palabras y actitudes de cada uno revelan el bagaje del
corazón. ¿Cómo esperar flores de quien sólo tiene espinas? Hay que tener
paciencia y compasión, pues no podemos exigir la perfección que
nosotros mismos no tenemos para dar. En algunas ocasiones cabe una
conversación revestida de amor y sinceridad; en otros, un silencio
misericordioso es más que suficiente”. Bebió un sorbo de café y
continuó: “No devolver la agresión no hará débil a nadie, sin embargo
mostrará el coraje del andariego al dominar el propio ego y su
sabiduría al negar el alimento de las tinieblas, dejando que el mal
perezca por inanición. Permitir, todos los días, que la voz sagrada de
su alma sea oída cada vez más y su valioso secreto ejercido: ofrecer
siempre lo mejor sin esperar nada a cambio. Esto es iluminar los propios
pasos. Al día siguiente ofrecer aún más del amor que hay en tí y
esperar todavía menos a cambio. Esta es la batalla de la libertad del
ser, este es el buen e inevitable combate”.
“Es necesario tener cuidado con el juego de las sombras. Éste
comienza despacito, casi imperceptible, para ir ganando peso poco a
poco, ocupando terreno dentro de nosotros hasta dominar nuestros
sentimientos y manipular nuestros pensamientos. Es en esta hora que
acabamos escogiendo el sufrimiento. El mal es ingenioso y furtivo, su
mejor truco es hacernos creer que no existe en nosotros. Así, por
descuido y engaño, se complica el propio destino”.
“Casi siempre el juego de las sombras comienza con un motivo fútil,
un breve comentario o una actitud impensada del otro con relación a
nosotros. Las sombras del egoísmo, del orgullo o de la vanidad,
dependiendo del caso, despiertan para avisarnos que el ego fue maculado y
nos transforma en supuestas víctimas. Ellas, las sombras, aumentan la
grandeza de la supuesta agresión, adicionan levadura a la ofensa para
que la rabia crezca dentro de nosotros hasta que transborde en
resentimiento. La respuesta acaba siendo desproporcionada e innecesaria,
pues pretende principalmente herir el sentimiento del otro en igual o
mayor intensidad que el dolor que sentimos”.
“A su vez el otro, si es un andariego con experiencia, percibirá
claramente el juego de las sombras y lo detendrá, reaccionado con amor y
paciencia. En caso contrario, doblará la apuesta para devolver la
ofensa con mayor intensidad, lo que nos moverá a la revancha
interminable de violencia y sufrimiento. Así, participando de ese
nefasto juego, construimos el propio infierno”. Hizo una pequeña pausa y
completó: “Lo peor es insistir en culpar a los otros o a la vida por
dicha infelicidad, sin percibir la responsabilidad y las consecuencias
de las elecciones que hacemos. Basta entender que para acabar con el
sufrimiento basta con modificar la manera como reaccionamos a todo lo
que nos incomoda. Aquí está la llave de la prisión. Hacer, a cada día,
que el ego sea a imagen y semejanza del alma es el ejercicio
indispensable para la integridad del ser, terminando definitivamente con
la dualidad que nos separa y que nos roba el equilibrio necesario. Tan
sólo así la agonía dará paso a la paz. Transmutar, poco a poco, las
sombras que nos habitan y terminar con su juego es lo que nos permite
iniciar el Camino. Es lo que nos concede alas para el fantástico vuelo
hacia Tierras Altas”.
“Percibes que en este caso no se trata de un conflicto del mundo y sí
de una batalla personal que trae sufrimiento por falta de armonía.
Podemos enfrentar dificultades materiales con tranquilidad, enfermedades
con serenidad, las guerras del planeta con sabia resignación al aceptar
y entender la lección que nos cabe. Sin embargo, no conseguiremos jamás
la felicidad sin que habite en nosotros la paz”.
Me pidió que completara su taza con café. Cuando volví prosiguió:
“Tan sólo a través del ego podemos ser ofendidos o humillados. Entre
mayor el ego, seremos más susceptibles al sufrimiento. Ego poderoso,
individuo frágil. Esta es la sencilla ecuación”. Hizo una pequeña pausa y
concluyó con una pregunta: “¿Entiendes la razón y la fuerza por la cual
la humildad es el primer portal del Camino?”
Agaché la mirada y le pregunté qué me aconsejaba hacer. El monje en
esta ocasión fue sucinto: “Nada”, respondió. Intrigado, quise saber si
él consideraba que yo debía dejar quieta la inflamada discordia. El
Viejo dijo: “No dije eso. Me refería a que no te diré objetivamente que
actúes de una manera u otra. Busca en el silencio y en la quietud
alejarte por instantes de tu frágil ego que viste pesadas armaduras con
la ilusión de protección y poder. Entonces podrás oír las palabras que
tu alma susurra y usar las alas que ella guarda para ti, pues en esencia
somos tan sólo ella, el alma, con toda su libertad y ligereza”.
En aquel mismo día, inmediatamente después de la meditación, busqué
al otro discípulo para conversar; no para exponerle mis razones, pues
había entendido que ellas no tenían ninguna importancia, sino para
ofrecerle mis disculpas por las ofensas que le proferí y por el dolor
que le impuse. ¿En cuanto al sufrimiento que él me causó? Sólo sucedió
porque yo permití que la ofensa me afectara. La sabiduría es el perfecto
escudo; el corazón guarda un antídoto infalible para el sufrimiento: el
amor. ¿No lo resuelve? Toma una dosis adicional. Es gratis. Este era el
poder que me faltaba aprender a usar y todavía estaba tan distante de
mí. En silencio admití que yo podría haber hecho diferente y mejor. Me
prometí a mí mismo que lo intentaría la próxima vez y le agradecí al
Universo por me concederme siempre una nueva oportunidad.
Hoy, además de monjes, somos grandes y leales amigos.
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